Una noche que no sería igual para nadie

/// Fernanda Ares

Foto: Carlos Osuna

Mientras cae la noche del sábado, Monterrey se divide en infinitas partes, su gente se mueve de norte a sur en el tránsito de las calles. Entre urgidos por el calor de su cama, y los que buscan el cobijo social en los bares del centro de la ciudad que se atascan de amigos y euforia y la memoria de la amarga experiencia de una redada antidrogas.

Como todos los días, a El Bar le llegó la fiesta temprano. El reloj no marcaba ni las ocho y sus clientes más fieles ya ocupaban un puesto en medio de risas, brindis y discusiones sobre música, ideologías políticas, sueños y versos. Sin embargo, ninguno imaginaba que ese día seria parte de un operativo nocturno de la AFI.

A las diez de la noche el alcohol corría a la velocidad del río Bravo desde la barra, los clientes se arremolinan alrededor de las pequeñas mesas repartidas a lo largo y ancho de todo el lugar, las caras desconocidas eran pocas, la mayoría, cual tribu, se saludaba y brindaban al pie de las últimas noticias en una noche que pintaba ser una luna más en el calendario.

Al son de “No dejes que” de los Caifanes, en la no tan bella voz del interprete en turno y su guitarra, El Bar se llenaba cada vez más. A modo paralelo, la terraza del lugar guardaba una tómbola de drogas para celebrar el cumpleaños de Ella junto a los ajenos a la fiesta, arrinconados o reunidos disfrutando de una cerveza, cuando de pronto la música cesó y la aventura comenzó una hora antes de que el reloj marcara las doce.

El aire se tensó, las caras de todos se crisparon atónitas, una bandada de 6 federales altivos infestó el pequeño lugar. Los más rápidos se deshicieron como pudieron de las bolsitas de marihuana que cargaban en cajetillas de cigarros. Pastillas salieron volando libertas. Los menos, apenas si alcanzaron a reaccionar cuando ya tenían encima a una linterna chismosa revisando sus bolsas, pantalones y narices.

Una muchacha junto a la escalera negaba, tiesa, la patria potestad de una pastilla encontrada en el suelo. Otras tres conversaban con un AFI de camuflaje y pelo cano. «¿y les gusta caguamear?» «Pues claro, ¿a poco a usted no?» «Pues sí pero poquillo. Esto no parece un bar, ¿a poco nomás vienen a platicar?» «Esta chido, y regalan cacahuates.»

¡Estas escaleras están de la chingada, imagínate briago y grifo, te matas! Gritó un federal mientras intentaba subir a la terraza, cuando de pronto se escuchó: «¡Nosotros no somos marihuanos, sólo somos borrachos, estamos de acuerdo con su trabajo, los felicito y que viva el rock and roll!». Alto, de pelos cuervos, su tez morena sonreía al público que entre risas repitió el emblema de la noche: «¡Y que viva el rock and roll!

El barullo y el humo de cigarro pronto inundaron el bar, después de una hora de cateo, y más de veinte detenidos, una bolsa repleta de muñecas y otras drogas salió del baño de mujeres. «¡Van 10 detenidos!», Gritó el gendarme con su AK47, que ordenó apagar cigarros o usar teléfonos. Su aspecto duro revelaba los años en su profesión.

Casi las doce y los federales deciden irse. Satisfechos con el cateo preguntan por el dueño del bar para que los acompañe. No se supo más esa noche, algunos decidieron olvidar con una caguamas, otros que se estaban orinando corrieron a los baños, y unos más se salieron a algún lugar de la ciudad en una noche que no seria igual a otra para nadie.

Acerca de Guillermo Jaramillo

Siempre he sido un hombre abordado por el tranvía de la duda. Disfruten de lo que puedo dar.

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